Estaba buscando una dirección cuando la tormenta inició. Ese pueblo rodeado de montañas y nieve aún me era extraño y quizás lo sería siempre. No había autos, no había gente. Sentía el frío intenso en mi nariz y en mis manos. Intentaba acercarme al paradero de buses para averiguar a qué hora pasaba el siguiente, pero era inútil, estaba a varios metros y tenía la tormenta en contra. Recordé una sensación parecida a la tormenta de arena en Paracas cuando tenía 7 años, pero ahora se le sumaba el frío, la nieve que me pegaba fuerte, lo desconocido, lo sola que me encontraba y la inevitable condición de tener 19 años y pensar en lo peor.
En mi país sería más fácil,
pensaba mientras me aguantaba las ganas de llorar, ya no por el frío sino por
las decisiones que me habían llevado a estar sola en ese lugar. Di unos pasos
para apoyarme en una pared y alcancé a ver con dificultad que era una pequeña
oficina de correo postal. Ingresé y me quedé en un pasillo. No quería averiguar
si había alguien dentro, no estaba con el ánimo de preparar más frases en
inglés. Me senté en el piso al lado de varios casilleros y me puse a llorar
bajito.
Me gustaban las carreteras y el
silencio de ese pueblo en Colorado. Allí nadie me conocía de antes. Era la
primera vez que pasaba tanto tiempo lejos de casa, pero estaba feliz, lejos de
la universidad, de la familia, de los amigos. Allí haría nuevos amigos a
quienes nunca volví a ver cuando regresé a Perú y un amor que me hacía sentir
mayor y superior.
En mis días libres, caminaba unos
4 kilómetros para llegar al supermercado. Disfrutaba la sensación de estar bien
abrigada, el aire helado ya no molestaba. Me gustaba caminar pisando fuerte
para voltear la mirada y ver mis huellas en la nieve. Todo era tranquilo, todo
me era ajeno, todo dependía de mí. Pero había en mí una contradicción continua
que se repetiría y que sentí por primera vez la tarde que quedé atrapada en el
correo.